Mis países y París

My countries and Paris

Nathalie Hadj. Cónsul honoraria de Francia en Málaga

Glosando una canción de Josephine Baker que decía: «Tengo dos amores, mi país y París», podría decir que tengo más países que ella por amar y, ciertamente, también París.
Ser hija de inmigrantes obliga a practicar un malabarismo cultural que consiste en alternar, según las circunstancias, la identidad que encaje mejor a la situación ante la que uno se encuentra y, cuando hay más de un origen extranjero, como es mi caso, resulta altamente complicado desenredar la madeja que responderá a las sencillas preguntas de ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?
Ser hijo de inmigrante es, en esencia, estar continuamente en un entre dos o, como es mi caso, en un entre tres: Argelia por mi padre bereber, España por mi madre andaluza y Francia de nacimiento, es decir, que era necesario hacer equilibrio entre idiomas, religiones, laicidad y valores culturales para completar esta identidad que, como un puzle, estaba constituida de piezas diferentes. La construcción no fue fácil, porque había que tener en cuenta más elementos que cualquiera con una sola nacionalidad. Entre estos elementos estaba el respeto a los orígenes, mantener la memoria de la procedencia, aunque eso mismo resultara una incoherencia, ya que, precisamente, el hijo de inmigrante no viene de ninguna parte, ha nacido y crecido, la mayoría del tiempo, en el país de acogida. Por este mismo motivo, ser hijo de inmigrante es heredar una extranjería que no le corresponde. Se habla de él como «inmigrante de segunda o tercera generación» y no hay nada más desatinado que esta denominación. Solo emigran los padres. Lo que carece de nombre es como si no existiera y el problema, a menudo, es el de la visibilidad y la legitimidad de ser.
Otra de las particularidades que también atañe a la designación del hijo de inmigrante es que nunca es identificado con el lugar en el que se encuentra, es como si padeciera un jet lag cultural y nunca llegase a alcanzar la identidad correspondiente. Se es francesa en España, española en Francia y así con todas las combinaciones posibles.
Ser hijo de inmigrante y, por definición, de aquí y de allá es una ventaja con el tiempo, cuando se es consciente de la riqueza que aporta tener, desde la cuna, varios horizontes, una historia variada, unos idiomas que ofrecen la posibilidad de acceder a obras literarias sin el filtro de la traducción. También aporta una tolerancia innata, porque admitir la diferencia es algo normal, adaptarse es un ejercicio constante y la integración, una necesidad.Uno es de donde nace y crece, y mi país es Francia, pero esto no impide que haya sitio para los demás países que componen mi identidad. Mis raíces son un cordón umbilical distendido que va desde África del norte a París y esa es la mayor riqueza que dejaré en herencia, y ojalá se añadan más piezas a este puzle identitario.