Dos caras del Atlántico. Un golpe que cambió mi rumbo
Two faces of the Atlantic. An unexpected change of course
Jorge Lemos. Periodista (España)
Vengo del Sur. De una ciudad con desesperada vocación europea cuyos habitantes añoraban una tierra en la que nunca habían estado y sin embargo la sentían propia. Con esa sensación he crecido, mirando con nostalgia desde la ribera de un río color dulce de leche —como llamó Julio Cortázar al Río de la Plata— a un continente lejano y ajeno. Escuché también decir, muchas veces, que los argentinos descendían de los barcos. A mediados del siglo XIX, en un país nacido cuarenta años antes, la inmigración suponía el treinta por ciento de la población de Buenos Aires. En los puertos europeos se reclutaban inmigrantes, no pocas veces con engaños, a través de un intermediario, que cobraba una comisión por persona transportada. La Constitución argentina, que data de 1853, disponía: «El gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes». Así reza el artículo 25 de la carta magna, que aún sigue vigente.
Me crie en ese Buenos Aires que soñaba ser Europa, con pedazos de sus barrios y de su arquitectura trasplantados al otro lado del Atlántico. En la lista de la clase del instituto se mezclaban apellidos de origen inglés, francés, polaco, turco, serbio, croata, alemán o judío; además de italiano, que era el más abundante. «Crisol de razas», se ufanaban unos para describir la realidad de una ciudad multiétnica cuyos escaparates de tiendas de moda y frascos de perfumes pugnaban por asociar el nombre de la capital periférica con los de París, Roma o Londres.
En los últimos años del instituto, unos compañeros de curso mantuvimos correspondencia con algunas universidades de Estados Unidos que ofrecían estudiar inglés durante las vacaciones. Era la posibilidad de conocer el gran país del Norte. Planeábamos viajar durante el verano austral para luego cursar una carrera en Buenos Aires y a su término hacer el gran viaje por algunas ciudades europeas antes de dedicarnos a nuestra profesión. En un país donde crisis e inestabilidad son casi sinónimo de normalidad hacer planes a medio plazo resultó una idea disparatada. Un día de marzo de 1976 los militares, con el beneplácito de buena parte de la población, derrocaron al gobierno constitucional tras un golpe de Estado. Dos años más tarde, en 1978, Argentina, un país donde el fútbol es una religión y a los mejores malabaristas del balón se les llama dios, acogía la copa mundial de fútbol. La euforia del mundial de fútbol lo invadía todo. Hasta ahogar los gritos de los torturados por los militares en la Escuela Mecánica de la Armada, convertida en centro de detención clandestino y de exterminio. Los festejos de los triunfos de la selección anfitriona en el monumental de River Plate acallaban la desesperación de las víctimas apresadas a poco más de un kilómetro del estadio donde se disputaba el mundial.
En 1981, el peso sufrió una devaluación atroz, se sextuplicó la cotización del dólar, el verdadero termómetro de la economía local, y con él se evaporó nuestra ilusionada incursión norteamericana. Solo nos quedaba terminar los dos últimos cursos de la universidad y prepararnos para abandonar un país de tenebrosos años de represión, en los que los controles militares a ciudadanos se repetían en calles, bares o autobuses y donde la censura prohibía libros, canciones y autores. Un general que relevó al mando de la dictadura militar creyó ser George Smith Patton y decidió en 1982 recuperar por la fuerza las Islas Malvinas, convencido de que contaría con la aprobación de la administración estadounidense. Para ello echó mano de un sentimiento profundo entre los argentinos: la reivindicación de un territorio insular que era colonia del Reino Unido, con lo que mantener un poder que empezaba a hacer aguas. Unas pocas semanas le bastó al gobierno de Margaret Thatcher para acabar con las fuerzas de combate argentinas. Al régimen militar le tocaría entonces plegar velas y poner fecha final a la dictadura.
Llevo más de la mitad de mi vida en España. En estos años he vuelto en varias ocasiones a Buenos Aires, ciudad con la que mantengo una relación de amor/odio, para algunos la mejor que se puede tener con el sitio que nos vio nacer, y de la que Jorge Luis Borges dijo: «No nos une el amor sino el espanto; / será por eso que la quiero tanto». Tras una estancia en Madrid, mi nueva morada sería Torremolinos, contaba con un piso en La Nogalera y una adolescencia pendiente de vivir. Mis visiones de la gran ciudad americana se desvanecían ante las vivencias que ofrecía un pueblo de pescadores del Mediterráneo, convertido en un bullicioso lugar de encuentro por la magia del turismo.
Desde entonces tengo la sensación de experimentar dos vidas paralelas, simultáneas; y la certeza de que las circunstancias siempre se imponen a la elección más obsesiva. Se puede vivir la emigración como un desgarro, en mi caso preferí entenderlo como el premio de vivir dos vidas en una. Me ha permitido simultanear las dos, salir de un universo para adentrarme en otro, en que las experiencias vitales, las familias, los amigos y los paisajes se duplican. He aprendido al menos dos maneras de concebir la vida y reconocer que los sueños, los sentimientos, los miedos son los mismos por muchos kilómetros que separen a esos lugares.
Han pasado más de tres décadas desde que llegué a España, un lugar que lo presentía tan propio como aquellos habitantes que añoraban unas tierras que nunca habían conocido. Vivo en una ribera, distinta a la que he nacido, que también mira a otro continente, geográficamente más cercano, aunque la mayoría de las veces resulta lejano y ajeno. No miro con nostalgia las aguas de este Mediterráneo de atardeceres mágicos. Un mar prodigiosamente azul en cuyas orillas nació mi hija y del que tomó su nombre. A través de él también llegan los inmigrantes, vienen en pateras; no descienden de los barcos como los argentinos.